Friday, February 19, 2010

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Era treinta y uno de diciembre del año 2009 y ahora, como por arte de magia, es primero de enero del dos mil diez. Suena futurista, con todos esos ceros y unos
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Binario, cibernético, y muy ojón.
Termino de leer “All Tomorrow’s Parties”, de William Gibson, a bordo del Marudhar Express, de Jaipur a Varanasi. Sueños y pesadillas post-cyber-punk, como las grandes urbes de la India y, curiosamente, los mensajes de año nuevo del Chícharo (Santa Claus pidiendo limosna en el eje central) y de Nino Milone (unos tipos bañándose con máscaras anti-gas y bebiendo champán en una playa del mediterráneo, con palmeras de fondo, fotografía en blanco y negro). No tengo idea de que traiga consigo este año, y tampoco me interesa mucho saberlo: mucho mejor vivir día a día. Y hoy estoy exhausto. Salimos del hotel en Pushkar (el Sai Baba Haveli) a las ocho de la mañana y viajamos en camión primero a Ajmer, y luego de ahí hasta la caótica Jaipur (capital del Rajastán y ciudad de casi dos millones de habitantes) con tiempo suficiente para comer algo y volver a la estación y subirnos al tren. Son las cuatro y media de la tarde y estamos atravesando un paisaje semi-árido salpicado de zonas fértiles que el sol de esta hora pinta de un amarillo suave, casi dorado. Qué difíciles son, insisto, los traslados en la India, y en especial el movimiento en las ciudades grandes, en las que hasta la cosa más sencilla parece una operación imposible por la que hay que luchar con garras y dientes. Hoy me hubiera gustado linchar a los rickshaw-wallahs, al poco informativo oficial de las ferrovías, y al cajero del Coffee-Day. Como bien decía Totó, cada límite tiene una paciencia.
Pero una vez en el tren volvió la paz, y ahora, ya de noche, atravesando algún lugar perdido de Madya Pradesh, cenamos lo poco que tenemos (un pan integral, unos chícharos crudos y un poco de vino), y leemos mecidos por el tren, mientras Babu duerme plácidamente en la litera superior.



Es difícil escribir en un tren en movimiento, especialmente uno indio de segunda clase que se mueve más que algunos juegos de la feria. Amanecimos en Lucknow, a las ocho y media de la mañana, que es exactamente a la hora que debíamos llegar a Varanasi. De Lucknow a Varanasi son seis horas de camino, si es que no hay más atrasos. El día está helado y hay una densísima capa de niebla que evita el paso de los rayos de sol, y de la vista más allá de unos veinte metros, y que bien puede ser la causa del retraso. Vamos muy lentos y por la ventana, por la que se cuela un gran frío, voy viendo la vida que se lleva a cabo a los lados de las vías del tren; hombres trabajando en la estación de Akbar Ganj, campesinos con grandes y antiguos azadones, escolares en bicicleta, y grupos de hombres con enormes bufandas de lana enrolladas por encima de la cabeza, al estilo indio. No ha pasado el hombre del chai y me estoy resfriando.
(Horas más tarde).
El tren llegó finalmente a Varanasi Junction con ocho horas de retraso, y para cuando entramos a la casa, después del enésimo conflicto con un rickshaw-wallah (los de las motos, siempre los de las motos), eran las cinco de la tarde, es decir treinta y tres horas después de haber salido de Pushkar. Estamos agotados y Bernardo llegó con fiebre y dolor de oídos. En el tren compartimos asientos y comida con Jeff, un canadiense realizador de documentales de viaje para Nacional Geographic (el programa se llama “Which way to…”) y su mujer, una japonesa de nombre Setsuko. Jeff es el primer viajero que conozco en este viaje que ha estado en Bangladesh y me da algunos consejos y la buena noticia de que es un país maravilloso. Esperemos que así sea, que nos den la visa y que sea una aventura feliz más. He estado leyendo la guía de Bangladesh que me regaló Edy y se ve muy pero muy interesante: un país que es un delta, todo tigres (aunque sean solo tres, y tristes), elefantes, agua y musulmanes.


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