Wednesday, March 24, 2010

UNA ISLA


“Fainéanter dans un monde neuf est la plus absorbante des occupations”.
(Nicolas Bouvier, L’usage du monde)

Hoy mi visión de esta isla, y del mundo, es más optimista. Después de un baño en el mar y un café fuerte “hecho en casa” (sigo bebiendo el café indio que compré en Bombay), alquilé una moto a Mr. Nong, el pequeño musulmán que me alquila la cabañita decrépita en la que vivo, junto con un ejército de termitas y un ratón que comparte sin miramientos mi comida (como dice el letrero, “Chill-out House: cheap rooms for cheap people”), y me puse a recorrer esta isla verde en forma de haba. Es cierto que es turística y que hay partes arruinadas por la especulación inmobiliaria, pero es una isla grande, con cerca de 30 kilómetros de punta a punta, zonas de selva y cerros y playas y manglares y esteros en estado aún salvaje. Subo con mi moto al punto más alto de la isla y veo ante mí un mar salpicado de islas, un archipiélago en apariencia interminable. Nosotros los que venimos de México no estamos acostumbrados a las islas y nos sorprenden: tenemos tan pocas que las contamos con los dedos.
Después de tantos meses estoy motorizado, como una especie de Nanni Moretti tropical, con mi vespa y mi ridículo casquito negro (aquí, como en todas partes, los machos viajan sin casco), escribiendo todo en mi “caro diario”.
Sobre mi corcel de hierro llegué primero a Ban Ko Lanta, el antiguo puerto principal de la isla, de la época en que en lugar de turistas había piratas, y llegaban aquí a protegerse de las tormentas las embarcaciones mercantes árabes y chinas: un pueblo hoy semi-fantasma que tiene su encanto. De ahí seguí hasta el extremo sur de la isla, hasta llegar a Ban Sangkha-U, el pequeño asentamiento de los Chao Leh en la isla de Lanta. Los Chao Leh se llaman a sí mismos “los hombres del mar”, y son conocidos también como gitanos del mar. Son una comunidad o tribu nómada de origen thai que está presente en todas las costas del sureste asiático, y que hace poco, por cuestiones cómo no geo-políticas y económicas, ha tenido que volverse sedentaria. Aunque no dejan las islas, y en las islas no se alejan de la costa, y en la playa tienen siempre listos los barcos. Y yo brindo por ellos.
Y pensé que me iba a ir de Tailandia sin ver a un elefante, cuando en el camino de regreso, por una pequeña carretera secundaria en el centro de la isla me encontré caminando hacia mí a un elefante y a su mahout. Esos animales majestuosos e inmensos que fueron alguna vez transporte de reyes e insustituible fuerza de trabajo (antes del Mercedes Benz y los bulldozers), condenados ahora al espectáculo para turistas. La mirada de ambos al pasar era triste, y supongo que la mía también.
Al volver a la playa ví la puesta del sol al revés, parado de cabeza, y cuando me enderecé pasaron una señora musulmana y su hija, ambas con su hejab y cargadas de ostiones que habían estado recolectando entre las rocas. La señora me dio a probar y le dio mucho gusto que me gustaran. Yoga y ostiones, una combinación ganadora, como el queso y los chiles jalapeños.



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Recorrí otra vez el sur de la isla, pero esta vez en su parte oeste, donde se encuentra la única zona protegida como “parque nacional”, aunque lo que la protege realmente son los ocho kilómetros de terracería, curvas y pendientes que parecían el Paris-Dakar, con todo y piedras, hoyos y bancos de arena, que enfrenté con mi tan aguerrida como inadecuada vespa. Los señores de los bienes raíces se están acercando, y al parque nacional lo van a convertir en el “Parque Agua Azul”. Pero eso será mañana porque hoy sigue siendo un lugar hermoso y solitario, lleno de esa energía que solo la naturaleza intacta tiene. Ahí ví por fin a los monos tailandeses, tan distintos de los indios. Serios, con cara de periodistas de deportes, me parecieron los habitantes más sensatos de la isla. Como siempre, apareció un perro para hacerme compañía. Negro y peludo y silencioso, fue conmigo a pasear entre la selva y a recorrer promontorios, y cuando fui a nadar me esperó sentado en la arena junto a mis cosas. El faro blanco y la vegetación me recordaron a Grecia, a la que echo de menos con pasión balcánica. Allá es un placer después del día de playa la gran “tavolata” de pescado frito, ensalada, aceitunas, feta y tsatsiki, bañados con retsina fría y barata, mecidos por una música triste y alegre, llena de carácter. Aquí cuando llega la noche me envuelvo en mi ostión: tengo poca paciencia para las hordas de bebedores vikingos y sus siervos tailandeses prêt-à-porter, sus margaritas adulteradas y su música desechable.


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Hoy he de comerme mis palabras: anoche fui a escuchar a un grupo en vivo en un barecito por la playa, el “Irie”, cuya música era una mezcla de reggae, funk y jazz, y para mi alegría había entre los músicos dos saxofonistas y una trompeta. El trompetista, el único extranjero de la banda, era un alemán de Hamburgo llamado Hans que me prestó su pocket-trumpet para tocar con ellos un rato. Buena música y buena compañía de hippies y borrachos. Al volver a mi cabaña, tarde por la noche, me dí el gusto de un baño en un mar fuerte, tibio y noble, cubierto de estrellas.


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