Tuesday, March 16, 2010

CHIANG MAI


El expreso de Chiang Mai Salió a las diez de la noche pasadas de la estación de Hua Lamphong. Es un tren antiguo, casi tanto como los indios, pero más limpio, y las couchettes de segunda tienen sábanas y almohadas y lamparitas individuales para leer. Son cuatro por compartimiento y aunque hace muchísimo calor los ventiladores rotatorios son suficientes. Aún así duermo casi desnudo.
Son cerca de quince horas de viaje y me despierto bien descansado como a las ocho de la mañana y voy a desayunar al vagón comedor. La comida es malísima pero lo hago por el placer del vagón comedor más que otra cosa, por ver el paisaje desde una ventana abierta, y por la nostalgia del tren de Guadalajara al deefe, o a Guaymas, o de ese viaje con los golfos de Santiago a Puerto Montt. El cielo está nublado y hay una densa neblina por lo que la mañana es fresca. El paisaje es tropical, no muy distinto del que veríamos yendo a la costa en México, y la única diferencia aparente es la gran cantidad de bambú; pero la latitud es esa, hemos de estar cerca de los 18°de latitud norte, algo así como Oaxaca, o Senegal. En el tren viajamos sobre todo extranjeros. Me imagino que los tailandeses viajan en avión, autobús, coche, o qué sé yo (o no viajan), y la música en el vagón comedor es una mezcla de pop-thai (tan horrible como el pop chino y japonés) y country-western americano, y con el rechinar del tren sobre los rieles y los meseros thais en sus uniformes blancos, me siento como en una película asiática de serie B. Nomás falta Jackie Chan.

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Chiang Mai es una pequeña ciudad, agradable y llena de historia, a los pies de unas montañas que pertenecen a las faldas sur-orientales de los himalayas. Chiang Mai fue el punto más meridional de la ruta de la seda, y a sus bazares llegaban caravanas de caballos, mulos, camellos y elefantes a comprar, vender e intercambiar mercancías, entre las que destacaban la seda y el opio. Hoy en día sigue habiendo seda en abundancia, pero para el opio hay que ir un poco más al norte, al famoso “triángulo de oro”, especialmente en su lado Birmano (o a Afganistán y Pakistán). Chiang Mai es, si se puede, más turística aún que Bangkok, y paso horas recorriendo la ciudad en busca de una fonda que venda unos fideos auténticamente locales y no a precios y sazón para turistas, con grandes letreros en inglés. Todo está diseñado para el turismo “cool” de gringos que ven “Animal Planet”, de australianos que beben una cerveza tras otra, y de europeos a los que les parecen exóticos y baratos los tianguis más insulsos. Estoy empezando a entender que así es Tailandia, y probablemente todo Indochina, con la excepción de Birmania (que tiene otros bemoles, mucho más graves). Es un país preparado para satisfacer las necesidades y los deseos del turista medio de cualquier parte del mundo; un país prevalentemente urbano y moderno, en el que los paseos en elefante, los safaris y las visitas a las comunidades tribales son bonitos shows preparados para los turistas, que entre sus necesidades tienen aquélla de lo “exótico”. Creo que en un par de días seguiré mi camino hacia el norte, buscando en la frontera con Birmania y con Laos, y en las míticas aguas del río Mekong, algo de ese espíritu de aventura que había guiado, hasta ahora, este viaje.

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Me despierto tarde y presa del hastío, pero encuentro un parquecito y paso la mañana haciendo yoga y tocando la trompeta, y comienzo a hacer las paces con este país cuyo único pecado es el de no satisfacer mis expectativas. El síndrome del que sufro es el de estar buscando a la India donde ya no está, y por la India quiero decir una civilización pre-moderna, orgánica, con una cosmología no capitalista-occidental, y Tailandia, como veo en unas fotos expuestas en Wat Phra Singh, el templo principal de Chiang Mai, estaba “occidentalizada” ya en el lejano 1953. Se ve por como iba vestida la gente. El cómo y el porqué de esa súbita modernización son un misterio para mí, pero un hecho de todos modos. Aquí viene la gente para disfrutar del “lujo asiático” a precios asequibles, para hacerse dar un masaje tailandés (con o sin final feliz), para cenar en buenos restaurantes, y tomar cocteles en un bar. Yo, en cambio, busco fielmente y con minuciosidad todas las señas y huellas de una Tailandia más primordial, no cecesariamente menos moderna pero sí menos globalizada, y cada que encuentro una, pruebo una pequeña alegría en mi corazón y la celebro como una victoria de la heterogeneidad.

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