Thursday, March 18, 2010

OLA QUE VIENE, OLA QUE VA


Con emoción casi infantil encuentro hoy, en una librería de usado en Bangkok, “L’usage du monde”, de Nicolas Bouvier, libro que había adquirido en mi mente una cualidad fantástica, imaginaria, como una ave mitológica a la que seguimos buscando sin esperanzas de encontrarla, simplemente por el placer de la búsqueda. Pero hoy ahí estaba, sentado en su lugar entre otros libros, anónimo, discreto, esperando que alguien lo comprara. Pequeño, en condiciones prístinas, en su edición de la Petite Bibliothéque Payot. Y entonces entré yo y cumplí su destino. Me lo vendieron por 140 baht (cuatro dólares), menos 40 que me dieron a cambio de Perelandra, de C.S. Lewis, al que castigué por haberme desilusionado, echándolo de mi jardín de las delicias y dejándolo a su suerte. Espero que encuentre un lector a su altura. A quien sí atesoro sin vergüenza es a Henning Mankell, el novelista sueco que produce una pequeña joya tras otra desde su refugio: el género policial. Anoche terminé de leer “Antes de la helada”. Leí las 470 páginas en 48 horas. Me encanta la profundidad de sus personajes, sus descripciones de la vida provincial en el sur de Suecia, y los estados de ánimo que unen a ambos, ligados sin piedad por el clima. Y me gusta su manera de narrar, mucho.

Hace unos días hubo un terremoto fuerte en Chile, de 8.8 grados en la escala de Richter, y muy aparte de los daños materiales y humanos que sembró en Chile, aquí en Asia se hablaba de las posibilidades en consecuencia de otro tsunami, aunque al parecer hubo solamente oleajes más fuertes y altos de lo habitual en Hawaii, Japón, y otros archipiélagos del Pacífico sur, sin llegar a causar destrozos. No puedo sino recordar, con un poco de aprensión, que el tsunami más devastador de la era moderna golpeó la costa y las islas de Tailandia, hace apenas seis años (2004). Estoy pensando esto mientras espero el tren para Trang en la estación de Hua Lamphong. Trang es el punto desde el cual he de explorar las costas del sur de la península, muy cerca ya de Malasia. Lo que me tranquiliza es pensar que el epicientro de aquél tsunami era aquí cerca, en los alrededores de la isla de Sumatra, en Indonesia, mientras que este terrmoto tuvo su epicentro en la zona central de Chile, es decir a casi 20,000 kilómetros de distancia.
El tren partió a las 18:20 y mi compañero de compartimiento es, por curiosa casualidad, nuevamente un monje, menos gordo y resoplón, pero igual de silencioso. Supongo que es porque no habla inglés, pero en todo caso esos aires de santidad tampoco se prestan mucho a la plática. Ahora son las 20:30 y estamos pasando por la estación de Nakhon Pathon. Serán en total unas 17 horas de viaje, pero tengo una buena cama y hay toda una noche por delante.

*

Me despierto cuando estamos pasando Surat Thani, en el golfo de Tailandia, que es parte del mar de la China del Sur. Faltan tres o cuatro horas de viaje todavía hasta Trang, aunque decido para mis adentros no bajarme del tren en Trang, sino seguir hasta el final del trayecto, un lugar llamado Kantang, en el extremo sudoeste de Tailandia, del lado de la península que da al mar de Andamán en el océano Indico. Estamos mucho más al sur de lo que imaginaba, 7° de latitud norte, que es probablemente lo más cercano que he estado nunca al ecuador, sin contar los viajes en avión en los que lo he sobrevolado. Tailandia es pequeña, pero muy larga de norte a sur, y lo que acabo de recorrer en dos noches de tren entre Chiang Saen y Kantang es el equivalente americano de ir desde Guadalajara hasta Bogotá, más o menos. Al llegar a Kantang crucé en un ferry el delta del Khlong Trang, y del otro lado un tipo sonriente que no hablaba ni una palabra de inglés me llevó en su moto, con la mochila en la espalda, y sin casco, los 21 kms hasta Hat Yao (hat significa playa). No quiso nada a cambio, más que la cerveza que le ofrecí y que tuvimos que cambiar por una coca-cola porque el chiringuito era de unos musulmanes, que aquí tan cerca de Malasia son mayoría.
A pesar de que el día está nublado la costa es hermosa, tropical, con esas extraordinarias formaciones rocosas típicas de Tailandia, antiguos arrecifes de coral convertidos en montañas, y una serie de islas salpicando el horizonte, unas pequeñas y otras grandes, unas cercanas y otras lejanas: Ko Muk, Ko Kradan, Ko Libong (ko significa isla). Estoy tomandome un café, sentado en la terracita afuera de mi bungalow. Frente a mí el mar, una barca que pasa a lo lejos, un par de perros amarillos y adormilados, y un viejo pescador de piel muy morena con unos tatuajes hechos a mano que apenas se ven. Hice mi apuesta de venirme a un lugar lejano y poco conocido con la esperanza de huír del turismo de masa y valió la pena.
Por todos lados hay letreros indicando rutas de evacuación y dando instrucciones en inglés y en thai en caso de terremoto y tsunami. Esta fue la zona más devastada y ha dejado huellas en el paisaje y en la gente. Viendo el mar tan tranquilo no puedo ni imaginarme una ola de quince metros.

El día llegó a su final. Ha subido la marea, y estoy con los pies en el agua salada y la cabeza en las nubes, las mismas que envuelven a la luna llena como un anillo luminoso perfecto. Estoy rodeado de palmeras a mi espalda y de un mar inmenso que es uno con el cielo y que canta un mantra eterno pero siempre distinto, ola que va, ola que viene, ola que va, ola que viene.

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