Wednesday, March 17, 2010

NOTICIAS DEL NORTE



Tengo mi boleto en la mano, y en menos de una hora salgo en autobús hacia Chiang Rai, la provincia más septentrional de Tailandia: el famoso “triángulo de oro”. Triángulo porque se juntan tres fronteras, Tailandia, Birmania y Laos, y de oro porque era una mina de oro, uno oro en forma de florecitas rojas conocidas como amapola, poppy, papavero, celebradas en todas las lenguas con un nombre hermoso, juguetón, y perseguidas, atacadas y defendidas por ejércitos hasta la muerte: flor de ensueño, flor de dolor. Flor roja como la sangre.

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Es lunes por la noche en Chiang Rai y mañana me voy, más al norte todavía. En Chiang Rai conocí a un grupito simpático de viajeros solitarios con los que pasé el tiempo jugando jenga y tomando cerveza en el “Teepee Bar” del Señor Tuu, un personaje increíble, un thai flaco de larguísima cabellera y con la capacidad de transformarse por arte de magia en todos los grandes rockeros del mundo. Un par de días de rock n’ roll (y sobre todo de AC/DC) en el lugar menos esperado.

Me descubro con pocas ganas de escribir, poco inspirado por este país y probablemente cansado ya de viajar, de cambiar de cuartos, de lavar mis calzones en los lavabos de baños comunes al final de un pasillo, de escoger cosas al azar de menús en lenguas incomprensibles. En mi corazón este era un viaje por tierra a la India y cuando me subí al avión en Bombay de cierto modo terminó, y esto es un corolario, un apéndice, un epílogo largo y un tanto desganado al que probablemente deba poner un punto final.

Mi desinterés por Tailandia tiene su raíz en la aparente falta de densidad cultural. Y digo aparente bien a propósito porque no es densa para mí, desde mi punto de vista, puesto que no conozco el lenguaje, los códigos, ni la simbologia. Hay tanto que no entiendo y me resulta impermeable. Pero también es posible que sea una cultura transparente, tan superficial como su música pop, su utilización de vestimenta y formas occidentales, y su aplicación de los rituales budistas. En fin, el caso es que dirijo mi atención hacia otras direcciones y leo con una especie de ternura, y de hermandad, los pequeños ensayos de Orhan Pamuk sobre algunos de sus, y mis, escritores favoritos: Dostoyevsky, Camus, Nabokov, Borges, Rushdie. Ensayos que no son para nada académicos, sino profundamente subjetivos, personales. Pequeños homenajes a aquéllos escritores que con su arte y su inteligencia se han vuelto nuestros maestros, nuestros amigos, y son responsables en cierta medida de quienes somos. Autores, como dice Pamuk, que han dado forma a nuestra alma. No sería difícil, en efecto, elaborar una autobiografía literaria, en la que Pamuk se ha ganado ya un capítulo.

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Llegué a Chiang Saen a las tres de la tarde y de pronto me ví catapultado a otra realidad, y mi corazón dio un pequeño vuelco de alegría. Ante mí el majestuoso río Mae Khong (majestuoso pero muy seco, cortesía china), y del otro lado la savana salvaje de Laos. Estoy ahora sí en el corazón de Indochina, en un antiguo pueblo de frontera, con una historia de más de dos mil años, lleno de ruinas de viejas pagodas, con recuerdos de las dominaciones birmanas, khmer, y lanna, la mítica civilización del “millón de arrozales”. Pero Chiang Saen es sobre todo un pueblo adormilado, una Comala siamesa, en la que ya no hay letreros en inglés ni franquicias (con la excepción del omnipresente Seven-Eleven), y los turistas somos franca minoría. Me instalo en una pensión al lado del río, un poco fuera del pueblo, “Gin’s Guesthouse”, y para mi alegría Gin y su marido me dan una cabaña al fondo de un hermoso jardín lleno de árboles de lichi, guanábana y mango, toda para mí. El señor es un encanto y adora sus plantas y sus árboles y habla de ellos como si fueran las más sublimes de las joyas. Y lo son. Lleva colgado al cuello un buda de piedra en relieve enmarcado en oro, antiquísimo, que le dio al morir su abuela. Se respiran otros aires en Chiang Saen, y una gran paz y tranquilidad.
Caminando entre la pensién y el pueblo me encuentro entre las ruinas de una pagoda un pequeño nicho dedicado a Ganesh, bien cuidado, con sus flores, su incienso y sus velas, y un pensamiento lleva a otro y termino pensando en como Indochina es un término geográfico, pero también cultural, y no solo porque el budismo nació en India, sino porque estas tierras fueron en su momento hinduistas. Hoy en día los brahmines, una pequeña minoría, siguen teniendo un papel importante en ciertos rituales, y no es raro encontrar estatuas de Brahma, Ganesha, o Maha Devi, elementos perfectamente amalgamados con el budismo tailandés (hay que recordar que el budismo nace como una reforma, o herejía, hinduista, de la misma manera que el cristianismo surje del judaismo). Ese mismo sincretismo sucede con el Ramayana, que es la épica nacional tailandesa, contada e interpretada de modo sui generis. Hanumán, el dios de los monos, es un héroe queridísimo, y mientras que para los hindús es un ejemplo de ascetismo, para los tailandeses es un travieso seductor; y no sé si tenga que ver, pero los reyes de Tailandia llevan el nombre de Rama (y puestos a hacer conjeturas uno de los principales bancos es el banco de Ayudhya, y Ayodhya, con o, es la ciudad natal y capital del mítico reino del dios Rama).
La Tailandia de los turistas me deja frío, pero esta Indochina, en cambio, está empezando a entusiasmarme.

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(DOS IMAGENES DE KHUN SA)

Esta mañana alquilé una bici y pedalée hacia el norte, siguiendo el curso del Mae Khong (Mae significa río), doce kilómetros hasta el Sop Ruak, el punto exacto en el que se juntan los tres países, y donde el río Sai desemboca en el Mae Khong. La provincia china de Yunan está a pocos kilómetros al norte, y Vietnam a unos cien hacia el este. Este es verdaderamente el corazón geográfico de Indochina, y debe su fama a que una vez fue el centro mundial de la producción y el tráfico de opio y de heroína, especialmente durante los sesenta y setenta, es decir mientras duró la presencia americana en Vietnam, qué casualidad. Y más casualidad aún es el hecho de que ahora el centro mundial del opio está en… Afganistán. Pero, ¿no será qué…?
No cabe duda de que los americanos siempre han sido buenos hombres de negocios.
En el triángulo de oro hay, aparte de una vista espectacular sobre el valle entre los dos ríos, una antigua pagoda budista, un millar de puestitos-trampa para turistas, y un pequeño pero interesante museo del opio lleno de objetos fascinantes y de parafernalia relacionada con la producción, tráfico y consumo del opio y de la heroína.
Son las dos de la tarde cuando emprendo el camino de regreso, sudando como un cerdo en una sauna, con la camiseta en la cabeza a manera de turbante. Voy buscando un lugar tranquilo para darme un baño en el río y comerme el enorme mango de Manila que llevo en la mochila. Miro a mi alrededor y pienso con un ligero escalofrío que este era, hasta los años ochenta, el territorio en el que reinaba Khun Sa, el autodenominado “Príncipe de la Prosperidad”, el más grande narcotraficante de todos los tiempos, y el hombre más buscado por la CIA, el FBI, la DEA y la Interpol. Nacido en 1934, mitad chino y mitad shan, Khun Sa no conoció fronteras y sus tropas operaban igualmente en Birmania, en Laos, Tailandia, e incluso en China, donde aprendió el arte de la guerra durante la guerra civil, luchando del lado del Kuomintang de Chiang Kai-Shek. Le gustaba bromear y decía que cuando la DEA pagaba al gobierno para capturarlo, el simplemente les pagaba más para que lo dejaran tranquilo, e insistió siempre en que si los gringos querían terminar con el tráfico de heroína, lo único que tenían que hacer es comprarle la producción a un buen precio. Tiziano Terzani lo visitó y entrevistó en 1984, encuentro que narra en “Un indovino mi disse”. Cuando los vientos cambiaron Khun Sa se “entregó” al gobierno birmano, sabiendo que no tenía tratado de extradición con los Estados Unidos, y vivió ahí tranquilo, cuidando de sus negocios, hasta su muerte en 2007.

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