Thursday, December 31, 2009

EL RIO



Rishikesh crece y se moderniza, como el resto de la India, pero sigue siendo ese antiguo bazar metafísico donde se juntan el viajero en busca de algo tan vago (o tan específico) como el crecimiento espiritual, un gurú, sí mismo, o unas clases de yoga, con o sin kirtan, con el sempiterno peregrino indio que está aquí para venerar a Ganga Ma y meter sus pies descalzos en el millón de templos multicolores, y la cabeza bajo el agua. Por el caminito de tierra que une a Laxmanjhula con Ramjhula cada piedra, cada árbol, anuncian algún tipo de escuela de yoga, de meditación, de iluminación, de salvación. Un viejo letrero azul de madera clavado en un árbol dice:

“For Meditation, Philosophy, Answers to Spiritual
Questions, Indology, Galactic Chronicles, Contact: ultramodernbhavatkatha.wetpaint.com”.

En esta era de Kali, hasta los babas ofrecen sus servicios por internet. Pero en medio de toda la locura del bazar esotérico está el río, frío y dulce, y no es difícil encontrar una playita escondida entre las rocas, con su arena blanca y plateada, finísima, y estar por unas horas solo, como han estado por milenios los rishis.

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Se acerca el invierno y los vientos que bajan desde las montañas, por el embudo que hace el río, se convierten durante las noches en heladas y violentas trombas que se llevan todo a su paso: imposible dejar secando ropa afuera, con o sin pinzas. Vayu, el viento, padre de Hanuman, que vuela sobre el cuerpo de Ganga, descansa solamente cuando sale el sol, Surya, y se eleva hacia el zénit, calentando la tierra.

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