Friday, March 26, 2010
THE NAKED APE
Friday 12 March
I can’t help but feel at home in old grey wintry Reading, cycling down to town covered in heavy clothes, feeling the cold wet wind on my face, smiling: I have everything I want from life, and yet some.
I notice the small changes, here and there, shops gone and new ones sprouted in their stead but I make my way like an old horse to smelly alley and have a flap-jack with a cup of crappy English coffee in a Ken Loach set.
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Monday 15 March
Down to London for the week-end to hang out with Danny Boy and his Irish girlfriend, drinking a million pints of ale in pubs all over town, and then Sunday roast with young Ben the filmmaker. Memory lane brings me to Soho to have a cappuccino at Bar Italia with its old picture of Rocky Marciano, sitting out in a surprisingly sunny sunshine, across the street from Ronnie Scott’s and his neon sax.
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Friday 19 March
Heathrow again. I leave bleary England with a warm feeling in my heart, fueled by good friends and a welcome splash of university life. Intelligent people thinking (and bickering) together. Acid Chris and bright and fragile Paola, and an invisible tear shared in silence with Daniela, Goyo standing there between us.
A week of transition. A few days of winter before the hot Mexican spring. Two pages of a diary that mark the end of a trip; the monkey dressed in silk undoes his robes and drops them to the ground: he waves good-bye. He is standing in front of you, perfectly naked.
Thursday, March 25, 2010
AND OFF WE GO...
Este viaje está a punto de terminar. Hoy dejo esta isla con su curiosa composición étnica formada por musulmanes, gitanos de mar, y chinos thai que profesan la mezcla antigua de taoísmo y confusionismo, pero cuyo grupo más notorio son los suecos, que comprenden la casi totalidad de la presencia extranjera (alguien mencionó 80%), que en temporada turística es mayoritaria a la local. Tienen productos suecos en las tiendas, desayunos suecos en los restaurantes, periódicos suecos y hasta dos escuelas avaladas por el gobierno sueco para que las familias vengan a pasar el invierno y los niños no pierdan clases. Curioso ejemplo de globalización.
Pero dejo atrás a todos estos musulmanes suecos taoístas y me voy con los gitanos, a seguir mi camino, y después de un par de horas de viaje en colectivo, incluidos los dos transbordadores que unen a la isla con la tierra firme, llego hasta la polvorienta y caliente estación de autobuses de Krabi con suficiente tiempo para comer el arroz frito con verduras número mil. El autobús para Bangkok sale a las 17:20, y serán doce horas de sana diversión. Estoy empezando a estar harto de tanto movimiento.
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El autobús nos dejó en la estación a la horrenda hora de las cuatro de la mañana, como cuando llegué a Teherán. Parece que lo hacen a propósito porque tomé el autobús que salía más tarde con la esperanza de llegar con luz. Sin despertar del todo arrastré mi mochila y mi esqueleto hasta la banca más cercana y me regalé dos horas de sueño más, en lo que la ciudad despertaba. Luego tomé el 511 hasta Banglamphu y volví al Riverside, que me ha hospedado ya tres veces. Me gustan las grandes urbes temprano por la mañana, antes de ser avasalladas por el calor, la gente y el tráfico.
Es mi último día en Bangkok, mi último día en este curioso país, dictadura militar alegre, monarquía budista de rey bizco, palacio de la pureza y de la perdición, todo al mejor postor. Sistema económico, político y social que podríamos llamar Dictadura Tropical Monárquico-Liberista. Hago mis últimos trapicheos en Khao San Road: en una librería de segunda mano cambio mi inútil guía de Tailandia (la Lonely Planet sirve hoy en día sobre todo para saber donde NO hospedarse) por dos libros que prometen, uno de Roald Dahl, mi noruego-inglés favorito, y otro del finlandés-finlandés Arto Paasilinna. Aparte de eso el día es una larga siesta, batidos de mango de Manila, un café helado a la sombra de los árboles, junto al río. Estoy leyendo, a cuenta gotas, para que no se acabe nunca, “L’usage du monde”, de Nicolas Bouvier, quien hizo casi el mismo viaje que yo, de Europa a India, pero cincuenta años atrás, con su amigo Thierry, y a bordo de una Citroën. Camino, como el mío, moldeado por las circunstancias geo-políticas, a la vez tan similar y tan profundamente distinto. El tiempo es siempre, ineluctablemente, el principal factor del cambio. Bouvier habla con misterio de una Armenia que no pudo visitar y que estaba a tan solo ochenta kilómetros de distancia, detrás de una cortina donde el camarada Stalin, moribundo y paranoico, gobernaba aún con puño de hierro; y habla también de una Tabriz feliz que bebe dulce vino blanco sin la mirada severa de los mullahs, un Irán anterior a la revolución islámica, y más importante aún, anterior al boom petrolero, y que yo puedo entrever tan solo con los ojos de la imaginación. Dos artistas vagabundos, el escritor y el pintor, ambos, como todo buen artista, un poco músicos también (guitarra y acordeón que son sus armas secretas, sus tarjetas de presentación, sobre todo en casos en los que no hay más lenguaje común. “La música nos protege”, Stefano dixit.), moviéndose en una dirección, pero sin programa fijo. Me hubiera gustado leer ese libro antes, o durante mi travesía, mientras estaba en Irán, quizás, pero luego pienso que su lectura hubiera podido influenciar mi camino, condicionar inconcientemente mis pasos, o mis pensamientos. Mejor así, dialogar con ellos después del viaje, como viajeros que se encuentran en una taberna y que, inspirados por una botella de vino (o de vodka armenio), se cuentan sus historias. Historias que regadas por el vino, y por el tiempo, crecen, reverdecen y dan frutos que uno no se esperaba. Historias hechas de memoria, de realidad, de ficción y de poesía. Y ya que estoy celebrando a mi compañero de viaje Nicolas Bouvier (1929-1998), quiero recordar también a V.S. Naipaul y a Orhan Pamuk, mis dos extraordinarios guías que me ayudaron, como auténticos Virgilios, a atravesar Asia central, a estar, simplemente, “entre creyentes”, y a entender cada vez más el mosaico barroco que es la India. Como dijera Isaac Newton.
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10.03.10
Por la mañana todo Khao San Road tiene ese olor acedo de un bar que vuelve a abrir sus puertas después de una noche de sudor, tabaco y alcohol. La gente, thais y farangs por igual, se pasea como zombies, con ojeras y caras de crudos. Algunos beben red-bull, y los más cerveza. Yo lo único que quiero es un full English breakfast: mi mochila está hecha y tengo unas horas que matar antes de dirigirme al aeropuerto.
and off we go…
Wednesday, March 24, 2010
UNA ISLA
“Fainéanter dans un monde neuf est la plus absorbante des occupations”.
(Nicolas Bouvier, L’usage du monde)
Hoy mi visión de esta isla, y del mundo, es más optimista. Después de un baño en el mar y un café fuerte “hecho en casa” (sigo bebiendo el café indio que compré en Bombay), alquilé una moto a Mr. Nong, el pequeño musulmán que me alquila la cabañita decrépita en la que vivo, junto con un ejército de termitas y un ratón que comparte sin miramientos mi comida (como dice el letrero, “Chill-out House: cheap rooms for cheap people”), y me puse a recorrer esta isla verde en forma de haba. Es cierto que es turística y que hay partes arruinadas por la especulación inmobiliaria, pero es una isla grande, con cerca de 30 kilómetros de punta a punta, zonas de selva y cerros y playas y manglares y esteros en estado aún salvaje. Subo con mi moto al punto más alto de la isla y veo ante mí un mar salpicado de islas, un archipiélago en apariencia interminable. Nosotros los que venimos de México no estamos acostumbrados a las islas y nos sorprenden: tenemos tan pocas que las contamos con los dedos.
Después de tantos meses estoy motorizado, como una especie de Nanni Moretti tropical, con mi vespa y mi ridículo casquito negro (aquí, como en todas partes, los machos viajan sin casco), escribiendo todo en mi “caro diario”.
Sobre mi corcel de hierro llegué primero a Ban Ko Lanta, el antiguo puerto principal de la isla, de la época en que en lugar de turistas había piratas, y llegaban aquí a protegerse de las tormentas las embarcaciones mercantes árabes y chinas: un pueblo hoy semi-fantasma que tiene su encanto. De ahí seguí hasta el extremo sur de la isla, hasta llegar a Ban Sangkha-U, el pequeño asentamiento de los Chao Leh en la isla de Lanta. Los Chao Leh se llaman a sí mismos “los hombres del mar”, y son conocidos también como gitanos del mar. Son una comunidad o tribu nómada de origen thai que está presente en todas las costas del sureste asiático, y que hace poco, por cuestiones cómo no geo-políticas y económicas, ha tenido que volverse sedentaria. Aunque no dejan las islas, y en las islas no se alejan de la costa, y en la playa tienen siempre listos los barcos. Y yo brindo por ellos.
Y pensé que me iba a ir de Tailandia sin ver a un elefante, cuando en el camino de regreso, por una pequeña carretera secundaria en el centro de la isla me encontré caminando hacia mí a un elefante y a su mahout. Esos animales majestuosos e inmensos que fueron alguna vez transporte de reyes e insustituible fuerza de trabajo (antes del Mercedes Benz y los bulldozers), condenados ahora al espectáculo para turistas. La mirada de ambos al pasar era triste, y supongo que la mía también.
Al volver a la playa ví la puesta del sol al revés, parado de cabeza, y cuando me enderecé pasaron una señora musulmana y su hija, ambas con su hejab y cargadas de ostiones que habían estado recolectando entre las rocas. La señora me dio a probar y le dio mucho gusto que me gustaran. Yoga y ostiones, una combinación ganadora, como el queso y los chiles jalapeños.
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Recorrí otra vez el sur de la isla, pero esta vez en su parte oeste, donde se encuentra la única zona protegida como “parque nacional”, aunque lo que la protege realmente son los ocho kilómetros de terracería, curvas y pendientes que parecían el Paris-Dakar, con todo y piedras, hoyos y bancos de arena, que enfrenté con mi tan aguerrida como inadecuada vespa. Los señores de los bienes raíces se están acercando, y al parque nacional lo van a convertir en el “Parque Agua Azul”. Pero eso será mañana porque hoy sigue siendo un lugar hermoso y solitario, lleno de esa energía que solo la naturaleza intacta tiene. Ahí ví por fin a los monos tailandeses, tan distintos de los indios. Serios, con cara de periodistas de deportes, me parecieron los habitantes más sensatos de la isla. Como siempre, apareció un perro para hacerme compañía. Negro y peludo y silencioso, fue conmigo a pasear entre la selva y a recorrer promontorios, y cuando fui a nadar me esperó sentado en la arena junto a mis cosas. El faro blanco y la vegetación me recordaron a Grecia, a la que echo de menos con pasión balcánica. Allá es un placer después del día de playa la gran “tavolata” de pescado frito, ensalada, aceitunas, feta y tsatsiki, bañados con retsina fría y barata, mecidos por una música triste y alegre, llena de carácter. Aquí cuando llega la noche me envuelvo en mi ostión: tengo poca paciencia para las hordas de bebedores vikingos y sus siervos tailandeses prêt-à-porter, sus margaritas adulteradas y su música desechable.
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Hoy he de comerme mis palabras: anoche fui a escuchar a un grupo en vivo en un barecito por la playa, el “Irie”, cuya música era una mezcla de reggae, funk y jazz, y para mi alegría había entre los músicos dos saxofonistas y una trompeta. El trompetista, el único extranjero de la banda, era un alemán de Hamburgo llamado Hans que me prestó su pocket-trumpet para tocar con ellos un rato. Buena música y buena compañía de hippies y borrachos. Al volver a mi cabaña, tarde por la noche, me dí el gusto de un baño en un mar fuerte, tibio y noble, cubierto de estrellas.
Tuesday, March 23, 2010
JUNGLE FEVER
Hat Yao, 03.03.10
The mosquito is buzzing in my right ear, only in my right ear. At one point he even goes in and I have the terrible feeling that in trying to fish him out I have pushed him further in. My temperature is very high and my glands are swollen. So much for Ella’s theory that I get sick when I’ve been with her too long and get well when she’s gone. Maybe it works the other way around too and now I will only get well when I see her again. It’s hot and sticky and I’m having one feverish thought after another, thoughts that I am too weak to put in paper. Maybe I’ll remember some, maybe I won’t. The mosquito is breaking my balls but I don’t want to use the coil, it makes me sicker, or the mosquito net, there is no air inside. I go paranoid. Maybe it’s malaria. And to make things worse my mother’s birthday came and went and I didn’t call her or sent a message. First time I’ve missed it. There is no phone and no internet in Hat Yao. I even walked a couple of kilometers down the road in a fever to a place that might have had internet. It was a private home and I was told there was “no signal”, but maybe the kids just didn’t want to interrupt their video-game. I bought some aspirin instead. I need to rest. Even though this is no island, I feel isolated.
Hat Yao is a muslim village, mostly of fishermen, and I hear a soft, melodious call to prayer, quite unlike the powerfully assertive voices of the muezzin in most muslim countries, perhaps because although they are a majority here, they are still a minority in a buddhist country, or simply because they are a gentle people. One can tell a muslim shop from a buddhist from the clock on the wall with its image of Mecca or the name of Allah, and from the fact that they don’t serve beer, or pork. Everything is peaceful, but one mustn’t forget that there is an ongoing tension that was sparked by a small insurrection and fuelled by a full-fledged repression.
This whole region is an important centre for rubber production, real rubber, from trees, and although the interest and prices dwindled with the arrival of petroleum substitutes, the trees are still there and may soon make a comeback. The other interesting produce is cashew nuts, which I had never seen fresh before. The actual nut forms bellow a bright and tempting and sweet-scented fruit in the shape of an upturned apple. It looks edible so I took a bite but found it strangely bitter, and too sharp for my taste. The nut itself cannot be eaten raw, and must be roasted and cleaned first. Across from the mainland, very close when the tide is low, is the island of Ko Libong, home, they say, of the dugong, one of nature’s most fascinating creatures. Sadly I’ve heard that not one has been seen in ages. Muslims, like jews, are not very good with animals: they consider some impure, and all the others they eat. None of course are holy.
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I left Hat Yao at noon today feeling much better. Went by minivan to Trang, and from there in a second minivan to Ko Lanta, which we reached before sunset. We were twice on a ferry, first from the mainland to Ko Lanta Noi, which is Ko Lanta Yai’s “mangrovian” sister, and from there to our final destination which, as far as I’ve seen, is Playa del Carmen all over again. I think I’m just not cut-out for these places (or maybe I just need some friends to hang-out with, or my girl).
Thursday, March 18, 2010
OLA QUE VIENE, OLA QUE VA
Con emoción casi infantil encuentro hoy, en una librería de usado en Bangkok, “L’usage du monde”, de Nicolas Bouvier, libro que había adquirido en mi mente una cualidad fantástica, imaginaria, como una ave mitológica a la que seguimos buscando sin esperanzas de encontrarla, simplemente por el placer de la búsqueda. Pero hoy ahí estaba, sentado en su lugar entre otros libros, anónimo, discreto, esperando que alguien lo comprara. Pequeño, en condiciones prístinas, en su edición de la Petite Bibliothéque Payot. Y entonces entré yo y cumplí su destino. Me lo vendieron por 140 baht (cuatro dólares), menos 40 que me dieron a cambio de Perelandra, de C.S. Lewis, al que castigué por haberme desilusionado, echándolo de mi jardín de las delicias y dejándolo a su suerte. Espero que encuentre un lector a su altura. A quien sí atesoro sin vergüenza es a Henning Mankell, el novelista sueco que produce una pequeña joya tras otra desde su refugio: el género policial. Anoche terminé de leer “Antes de la helada”. Leí las 470 páginas en 48 horas. Me encanta la profundidad de sus personajes, sus descripciones de la vida provincial en el sur de Suecia, y los estados de ánimo que unen a ambos, ligados sin piedad por el clima. Y me gusta su manera de narrar, mucho.
Hace unos días hubo un terremoto fuerte en Chile, de 8.8 grados en la escala de Richter, y muy aparte de los daños materiales y humanos que sembró en Chile, aquí en Asia se hablaba de las posibilidades en consecuencia de otro tsunami, aunque al parecer hubo solamente oleajes más fuertes y altos de lo habitual en Hawaii, Japón, y otros archipiélagos del Pacífico sur, sin llegar a causar destrozos. No puedo sino recordar, con un poco de aprensión, que el tsunami más devastador de la era moderna golpeó la costa y las islas de Tailandia, hace apenas seis años (2004). Estoy pensando esto mientras espero el tren para Trang en la estación de Hua Lamphong. Trang es el punto desde el cual he de explorar las costas del sur de la península, muy cerca ya de Malasia. Lo que me tranquiliza es pensar que el epicientro de aquél tsunami era aquí cerca, en los alrededores de la isla de Sumatra, en Indonesia, mientras que este terrmoto tuvo su epicentro en la zona central de Chile, es decir a casi 20,000 kilómetros de distancia.
El tren partió a las 18:20 y mi compañero de compartimiento es, por curiosa casualidad, nuevamente un monje, menos gordo y resoplón, pero igual de silencioso. Supongo que es porque no habla inglés, pero en todo caso esos aires de santidad tampoco se prestan mucho a la plática. Ahora son las 20:30 y estamos pasando por la estación de Nakhon Pathon. Serán en total unas 17 horas de viaje, pero tengo una buena cama y hay toda una noche por delante.
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Me despierto cuando estamos pasando Surat Thani, en el golfo de Tailandia, que es parte del mar de la China del Sur. Faltan tres o cuatro horas de viaje todavía hasta Trang, aunque decido para mis adentros no bajarme del tren en Trang, sino seguir hasta el final del trayecto, un lugar llamado Kantang, en el extremo sudoeste de Tailandia, del lado de la península que da al mar de Andamán en el océano Indico. Estamos mucho más al sur de lo que imaginaba, 7° de latitud norte, que es probablemente lo más cercano que he estado nunca al ecuador, sin contar los viajes en avión en los que lo he sobrevolado. Tailandia es pequeña, pero muy larga de norte a sur, y lo que acabo de recorrer en dos noches de tren entre Chiang Saen y Kantang es el equivalente americano de ir desde Guadalajara hasta Bogotá, más o menos. Al llegar a Kantang crucé en un ferry el delta del Khlong Trang, y del otro lado un tipo sonriente que no hablaba ni una palabra de inglés me llevó en su moto, con la mochila en la espalda, y sin casco, los 21 kms hasta Hat Yao (hat significa playa). No quiso nada a cambio, más que la cerveza que le ofrecí y que tuvimos que cambiar por una coca-cola porque el chiringuito era de unos musulmanes, que aquí tan cerca de Malasia son mayoría.
A pesar de que el día está nublado la costa es hermosa, tropical, con esas extraordinarias formaciones rocosas típicas de Tailandia, antiguos arrecifes de coral convertidos en montañas, y una serie de islas salpicando el horizonte, unas pequeñas y otras grandes, unas cercanas y otras lejanas: Ko Muk, Ko Kradan, Ko Libong (ko significa isla). Estoy tomandome un café, sentado en la terracita afuera de mi bungalow. Frente a mí el mar, una barca que pasa a lo lejos, un par de perros amarillos y adormilados, y un viejo pescador de piel muy morena con unos tatuajes hechos a mano que apenas se ven. Hice mi apuesta de venirme a un lugar lejano y poco conocido con la esperanza de huír del turismo de masa y valió la pena.
Por todos lados hay letreros indicando rutas de evacuación y dando instrucciones en inglés y en thai en caso de terremoto y tsunami. Esta fue la zona más devastada y ha dejado huellas en el paisaje y en la gente. Viendo el mar tan tranquilo no puedo ni imaginarme una ola de quince metros.
El día llegó a su final. Ha subido la marea, y estoy con los pies en el agua salada y la cabeza en las nubes, las mismas que envuelven a la luna llena como un anillo luminoso perfecto. Estoy rodeado de palmeras a mi espalda y de un mar inmenso que es uno con el cielo y que canta un mantra eterno pero siempre distinto, ola que va, ola que viene, ola que va, ola que viene.
Wednesday, March 17, 2010
NOTICIAS DEL NORTE
Tengo mi boleto en la mano, y en menos de una hora salgo en autobús hacia Chiang Rai, la provincia más septentrional de Tailandia: el famoso “triángulo de oro”. Triángulo porque se juntan tres fronteras, Tailandia, Birmania y Laos, y de oro porque era una mina de oro, uno oro en forma de florecitas rojas conocidas como amapola, poppy, papavero, celebradas en todas las lenguas con un nombre hermoso, juguetón, y perseguidas, atacadas y defendidas por ejércitos hasta la muerte: flor de ensueño, flor de dolor. Flor roja como la sangre.
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Es lunes por la noche en Chiang Rai y mañana me voy, más al norte todavía. En Chiang Rai conocí a un grupito simpático de viajeros solitarios con los que pasé el tiempo jugando jenga y tomando cerveza en el “Teepee Bar” del Señor Tuu, un personaje increíble, un thai flaco de larguísima cabellera y con la capacidad de transformarse por arte de magia en todos los grandes rockeros del mundo. Un par de días de rock n’ roll (y sobre todo de AC/DC) en el lugar menos esperado.
Me descubro con pocas ganas de escribir, poco inspirado por este país y probablemente cansado ya de viajar, de cambiar de cuartos, de lavar mis calzones en los lavabos de baños comunes al final de un pasillo, de escoger cosas al azar de menús en lenguas incomprensibles. En mi corazón este era un viaje por tierra a la India y cuando me subí al avión en Bombay de cierto modo terminó, y esto es un corolario, un apéndice, un epílogo largo y un tanto desganado al que probablemente deba poner un punto final.
Mi desinterés por Tailandia tiene su raíz en la aparente falta de densidad cultural. Y digo aparente bien a propósito porque no es densa para mí, desde mi punto de vista, puesto que no conozco el lenguaje, los códigos, ni la simbologia. Hay tanto que no entiendo y me resulta impermeable. Pero también es posible que sea una cultura transparente, tan superficial como su música pop, su utilización de vestimenta y formas occidentales, y su aplicación de los rituales budistas. En fin, el caso es que dirijo mi atención hacia otras direcciones y leo con una especie de ternura, y de hermandad, los pequeños ensayos de Orhan Pamuk sobre algunos de sus, y mis, escritores favoritos: Dostoyevsky, Camus, Nabokov, Borges, Rushdie. Ensayos que no son para nada académicos, sino profundamente subjetivos, personales. Pequeños homenajes a aquéllos escritores que con su arte y su inteligencia se han vuelto nuestros maestros, nuestros amigos, y son responsables en cierta medida de quienes somos. Autores, como dice Pamuk, que han dado forma a nuestra alma. No sería difícil, en efecto, elaborar una autobiografía literaria, en la que Pamuk se ha ganado ya un capítulo.
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Llegué a Chiang Saen a las tres de la tarde y de pronto me ví catapultado a otra realidad, y mi corazón dio un pequeño vuelco de alegría. Ante mí el majestuoso río Mae Khong (majestuoso pero muy seco, cortesía china), y del otro lado la savana salvaje de Laos. Estoy ahora sí en el corazón de Indochina, en un antiguo pueblo de frontera, con una historia de más de dos mil años, lleno de ruinas de viejas pagodas, con recuerdos de las dominaciones birmanas, khmer, y lanna, la mítica civilización del “millón de arrozales”. Pero Chiang Saen es sobre todo un pueblo adormilado, una Comala siamesa, en la que ya no hay letreros en inglés ni franquicias (con la excepción del omnipresente Seven-Eleven), y los turistas somos franca minoría. Me instalo en una pensión al lado del río, un poco fuera del pueblo, “Gin’s Guesthouse”, y para mi alegría Gin y su marido me dan una cabaña al fondo de un hermoso jardín lleno de árboles de lichi, guanábana y mango, toda para mí. El señor es un encanto y adora sus plantas y sus árboles y habla de ellos como si fueran las más sublimes de las joyas. Y lo son. Lleva colgado al cuello un buda de piedra en relieve enmarcado en oro, antiquísimo, que le dio al morir su abuela. Se respiran otros aires en Chiang Saen, y una gran paz y tranquilidad.
Caminando entre la pensién y el pueblo me encuentro entre las ruinas de una pagoda un pequeño nicho dedicado a Ganesh, bien cuidado, con sus flores, su incienso y sus velas, y un pensamiento lleva a otro y termino pensando en como Indochina es un término geográfico, pero también cultural, y no solo porque el budismo nació en India, sino porque estas tierras fueron en su momento hinduistas. Hoy en día los brahmines, una pequeña minoría, siguen teniendo un papel importante en ciertos rituales, y no es raro encontrar estatuas de Brahma, Ganesha, o Maha Devi, elementos perfectamente amalgamados con el budismo tailandés (hay que recordar que el budismo nace como una reforma, o herejía, hinduista, de la misma manera que el cristianismo surje del judaismo). Ese mismo sincretismo sucede con el Ramayana, que es la épica nacional tailandesa, contada e interpretada de modo sui generis. Hanumán, el dios de los monos, es un héroe queridísimo, y mientras que para los hindús es un ejemplo de ascetismo, para los tailandeses es un travieso seductor; y no sé si tenga que ver, pero los reyes de Tailandia llevan el nombre de Rama (y puestos a hacer conjeturas uno de los principales bancos es el banco de Ayudhya, y Ayodhya, con o, es la ciudad natal y capital del mítico reino del dios Rama).
La Tailandia de los turistas me deja frío, pero esta Indochina, en cambio, está empezando a entusiasmarme.
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(DOS IMAGENES DE KHUN SA)
Esta mañana alquilé una bici y pedalée hacia el norte, siguiendo el curso del Mae Khong (Mae significa río), doce kilómetros hasta el Sop Ruak, el punto exacto en el que se juntan los tres países, y donde el río Sai desemboca en el Mae Khong. La provincia china de Yunan está a pocos kilómetros al norte, y Vietnam a unos cien hacia el este. Este es verdaderamente el corazón geográfico de Indochina, y debe su fama a que una vez fue el centro mundial de la producción y el tráfico de opio y de heroína, especialmente durante los sesenta y setenta, es decir mientras duró la presencia americana en Vietnam, qué casualidad. Y más casualidad aún es el hecho de que ahora el centro mundial del opio está en… Afganistán. Pero, ¿no será qué…?
No cabe duda de que los americanos siempre han sido buenos hombres de negocios.
En el triángulo de oro hay, aparte de una vista espectacular sobre el valle entre los dos ríos, una antigua pagoda budista, un millar de puestitos-trampa para turistas, y un pequeño pero interesante museo del opio lleno de objetos fascinantes y de parafernalia relacionada con la producción, tráfico y consumo del opio y de la heroína.
Son las dos de la tarde cuando emprendo el camino de regreso, sudando como un cerdo en una sauna, con la camiseta en la cabeza a manera de turbante. Voy buscando un lugar tranquilo para darme un baño en el río y comerme el enorme mango de Manila que llevo en la mochila. Miro a mi alrededor y pienso con un ligero escalofrío que este era, hasta los años ochenta, el territorio en el que reinaba Khun Sa, el autodenominado “Príncipe de la Prosperidad”, el más grande narcotraficante de todos los tiempos, y el hombre más buscado por la CIA, el FBI, la DEA y la Interpol. Nacido en 1934, mitad chino y mitad shan, Khun Sa no conoció fronteras y sus tropas operaban igualmente en Birmania, en Laos, Tailandia, e incluso en China, donde aprendió el arte de la guerra durante la guerra civil, luchando del lado del Kuomintang de Chiang Kai-Shek. Le gustaba bromear y decía que cuando la DEA pagaba al gobierno para capturarlo, el simplemente les pagaba más para que lo dejaran tranquilo, e insistió siempre en que si los gringos querían terminar con el tráfico de heroína, lo único que tenían que hacer es comprarle la producción a un buen precio. Tiziano Terzani lo visitó y entrevistó en 1984, encuentro que narra en “Un indovino mi disse”. Cuando los vientos cambiaron Khun Sa se “entregó” al gobierno birmano, sabiendo que no tenía tratado de extradición con los Estados Unidos, y vivió ahí tranquilo, cuidando de sus negocios, hasta su muerte en 2007.
Tuesday, March 16, 2010
CHIANG MAI
El expreso de Chiang Mai Salió a las diez de la noche pasadas de la estación de Hua Lamphong. Es un tren antiguo, casi tanto como los indios, pero más limpio, y las couchettes de segunda tienen sábanas y almohadas y lamparitas individuales para leer. Son cuatro por compartimiento y aunque hace muchísimo calor los ventiladores rotatorios son suficientes. Aún así duermo casi desnudo.
Son cerca de quince horas de viaje y me despierto bien descansado como a las ocho de la mañana y voy a desayunar al vagón comedor. La comida es malísima pero lo hago por el placer del vagón comedor más que otra cosa, por ver el paisaje desde una ventana abierta, y por la nostalgia del tren de Guadalajara al deefe, o a Guaymas, o de ese viaje con los golfos de Santiago a Puerto Montt. El cielo está nublado y hay una densa neblina por lo que la mañana es fresca. El paisaje es tropical, no muy distinto del que veríamos yendo a la costa en México, y la única diferencia aparente es la gran cantidad de bambú; pero la latitud es esa, hemos de estar cerca de los 18°de latitud norte, algo así como Oaxaca, o Senegal. En el tren viajamos sobre todo extranjeros. Me imagino que los tailandeses viajan en avión, autobús, coche, o qué sé yo (o no viajan), y la música en el vagón comedor es una mezcla de pop-thai (tan horrible como el pop chino y japonés) y country-western americano, y con el rechinar del tren sobre los rieles y los meseros thais en sus uniformes blancos, me siento como en una película asiática de serie B. Nomás falta Jackie Chan.
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Chiang Mai es una pequeña ciudad, agradable y llena de historia, a los pies de unas montañas que pertenecen a las faldas sur-orientales de los himalayas. Chiang Mai fue el punto más meridional de la ruta de la seda, y a sus bazares llegaban caravanas de caballos, mulos, camellos y elefantes a comprar, vender e intercambiar mercancías, entre las que destacaban la seda y el opio. Hoy en día sigue habiendo seda en abundancia, pero para el opio hay que ir un poco más al norte, al famoso “triángulo de oro”, especialmente en su lado Birmano (o a Afganistán y Pakistán). Chiang Mai es, si se puede, más turística aún que Bangkok, y paso horas recorriendo la ciudad en busca de una fonda que venda unos fideos auténticamente locales y no a precios y sazón para turistas, con grandes letreros en inglés. Todo está diseñado para el turismo “cool” de gringos que ven “Animal Planet”, de australianos que beben una cerveza tras otra, y de europeos a los que les parecen exóticos y baratos los tianguis más insulsos. Estoy empezando a entender que así es Tailandia, y probablemente todo Indochina, con la excepción de Birmania (que tiene otros bemoles, mucho más graves). Es un país preparado para satisfacer las necesidades y los deseos del turista medio de cualquier parte del mundo; un país prevalentemente urbano y moderno, en el que los paseos en elefante, los safaris y las visitas a las comunidades tribales son bonitos shows preparados para los turistas, que entre sus necesidades tienen aquélla de lo “exótico”. Creo que en un par de días seguiré mi camino hacia el norte, buscando en la frontera con Birmania y con Laos, y en las míticas aguas del río Mekong, algo de ese espíritu de aventura que había guiado, hasta ahora, este viaje.
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Me despierto tarde y presa del hastío, pero encuentro un parquecito y paso la mañana haciendo yoga y tocando la trompeta, y comienzo a hacer las paces con este país cuyo único pecado es el de no satisfacer mis expectativas. El síndrome del que sufro es el de estar buscando a la India donde ya no está, y por la India quiero decir una civilización pre-moderna, orgánica, con una cosmología no capitalista-occidental, y Tailandia, como veo en unas fotos expuestas en Wat Phra Singh, el templo principal de Chiang Mai, estaba “occidentalizada” ya en el lejano 1953. Se ve por como iba vestida la gente. El cómo y el porqué de esa súbita modernización son un misterio para mí, pero un hecho de todos modos. Aquí viene la gente para disfrutar del “lujo asiático” a precios asequibles, para hacerse dar un masaje tailandés (con o sin final feliz), para cenar en buenos restaurantes, y tomar cocteles en un bar. Yo, en cambio, busco fielmente y con minuciosidad todas las señas y huellas de una Tailandia más primordial, no cecesariamente menos moderna pero sí menos globalizada, y cada que encuentro una, pruebo una pequeña alegría en mi corazón y la celebro como una victoria de la heterogeneidad.
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